En cualquier democracia madura, existen límites que ningún gobernante debería traspasar: el respeto a la ley, la ética política, la lealtad institucional, la verdad como base del debate público, y la justicia como pilar de convivencia. Son las líneas rojas que garantizan que el poder se ejerza con responsabilidad, con respeto a la ciudadanía y a las reglas del juego democrático.
Pedro Sánchez, lamentablemente, ha cruzado todas y cada una de ellas.
Prometió no pactar con quienes atacan la Constitución y la unidad nacional, y hoy los sienta en la mesa del poder. Aseguró transparencia y regeneración, pero ha consolidado una forma de gobernar basada en la opacidad, el clientelismo y el cálculo electoral constante. Ha convertido la palabra dada en papel mojado, y el interés general en rehén de su permanencia en Moncloa.
Y sin embargo, ahí sigue. Como si nada. Como si en España no pasara nada.
Pero hay algo que no podrá evitar: la historia lo juzgará.
Y no lo hará con indulgencia. Porque los ciudadanos no olvidan quién traicionó su confianza, quién utilizó su voto para hacer justo lo contrario de lo que prometió.
Pedro Sánchez debería dimitir.
No solo como gesto de dignidad —que ya es tarde para recuperar—, sino por una razón aún más urgente: para evitar más daño a una nación que merece líderes a su altura. Cuanto más se prolongue esta deriva, más difícil será reconstruir el tejido institucional y social que ha sido puesto en jaque.
Porque cuando se cruzan todas las líneas, la única salida digna es dar un paso atrás.s.